¿Qué
hace falta en efecto según los teólogos para merecer el título de Padre de la
Iglesia y gozar de la autoridad doctrinal que le está adjunta? Cuatro
condiciones: una gran santidad, una alta antigüedad, una doctrina eminente y la
sanción de la Iglesia. Ahora bien, son precisamente las condiciones que debían
dar la inmortalidad y la autoridad a los escritos de los santos Padres en este
concurso siempre abierto de que hablábamos hace poco. En efecto, lo requerido
para sobrevivir a la multitud de las obras que desaparecen y caen en el olvido
es una doctrina pura, expuesta de una manera superior y que reciba el
asentimiento de la Iglesia. Ahora bien, los santos Padres tenían una ciencia
teológica eminente, es decir el medio de reconocer la fe de la Iglesia y de
presentarla en toda su pureza y bajo su verdadera luz; tenían la santidad, por
consiguiente una adhesión inviolable a las verdades reveladas y un profundo
horror por todo lo que habría deslustrado su pureza; varios sufrieron al
martirio antes que negar la fe, todos habrían preferido morir que alterar su
integridad. A estas ventajas adjuntaron la de su antigüedad: vivieron en el tiempo
en que el dogma comenzaba a desarrollarse y se aplicaron a exponerlo con
exactitud y a defenderlo contra las herejías, antes que a desenrollar, como los
teólogos lo hicieron desde entonces, la cadena de las consecuencias que
contiene. Es por eso que en su lucha contra las grandes herejías la Iglesia
entera se colocó tras Atanasio, Hilario y Agustín y sus equivalentes como tras
los representantes de la ortodoxia; es por eso que no dejó de hacer uso de sus
escritos y profesar una entera confianza en su ortodoxia por la boca de sus
Sumos Pontífices, sus obispos y sus teólogos. Los Doctores de la Iglesia que
vivieron desde el duodécimo siglo, sobre todo aquellos cuya doctrina fue más
especialmente recomendada por los sucesores de San Pedro y que gozan de una
gran autoridad en las escuelas católicas —como Santo Tomás de Aquino— pueden
asimilarse a los santos Padres; ya que si no tienen este título, es solamente
debido al tiempo en que nacieron. Vinieron después de los santos Padres:
vivieron en el tiempo en que la filosofía humana, más estudiada, ofrecía sus
cuadros a la exposición de la verdad revelada; pero procuraron no enseñar nada
que no fuera conforme a la tradición y, al buscar los medios de exponer la
doctrina católica con más encadenamiento y precisión, salvaguardaron la pureza
de esta doctrina y distinguieron los dogmas de fe y las verdades ciertas de las
opiniones dadas a las discusiones de los hombres. Por fin, nuestros grandes
teólogos participan en la autoridad de los santos Padres y Doctores de la
Iglesia en la medida en que se acercan a ellos por su adhesión a la tradición,
por su doctrina y por la confianza que inspiran a los pastores y los fieles.
(Excerto de "El Magisterio
Ordinario de la Iglesia y sus Órganos" – Padre J. M. A. Vacant – 1852-1901)