La infalibilidad de este magisterio se
extiende no sólo a las verdades de fe católica, como lo define el concilio del
Vaticano; no sólo a las verdades que sin ser de fe católica pertenecen a la
tradición, como lo enseña Pío IX en su carta al arzobispo de Munich, sino
también a todos los puntos que tienen alguna conexión con la revelación. Se
extiende por lo tanto a las conclusiones teológicas, a los hechos dogmáticos, a
la disciplina, a la canonización de los santos. Las leyes generales
establecidas por una costumbre legítima no podrán pues estar en contradicción
con la ley divina y la doctrina revelada; y cuando toda la Iglesia durante los
primeros siglos se ponía de acuerdo para honrar a un personaje como santo, el
juicio que ella así pronunciaba del consentimiento al menos tácito de la Santa
Sede no era menos infalible que los decretos de canonización que pronuncia hoy
el Sumo Pontífice.
Además, puesto que la infalibilidad en
la enseñanza no pertenece sino al cuerpo episcopal y al papa, es al cuerpo
episcopal y al papa que el magisterio ordinario y universal de la Iglesia debe
su soberana e infalible autoridad. Pero — preguntará alguien —, ¿cuándo hacen
beneficiar de su infalibilidad a este magisterio el papa y los obispos? —
Responderé con la tradición que eso se da cuando hablando de común acuerdo
imponen a toda la Iglesia uno de los puntos de doctrina de que acaba de ser
cuestión. Todos los teólogos católicos aceptan estas conclusiones; dimanan de
este principio de que el magisterio ordinario tiene la misma autoridad que los
juicios solemnes de la Iglesia docente y que difiere de ellos solamente por la
forma que reviste.
(Excerto do “El
Magisterio Ordinario de la Iglesia y sus Órganos” – Padre J. M. A. Vacant –
1852-1901)